Laica o Libre

Primavera del 58. En las calles toda la estudiantina argentina. Le estaban por aplicar la primer puñalada trapera a la escuela de Sarmiento bajo la cobertura perversa de la libertad de enseñanza. Lo iban a conseguir. La gran batalla callejera fue la avant premier del vacimiento y el genocidio. Laicismo, verdadera libertad y gratuidad empezaron a ser pasado. Enseñanza privada y privilegiada con subvención estatal. Un repaso de los que no arriaron banderas y de los traidores.

11.5.06

LA TARDE DE LAS CAPERUCITAS


Fue casi un mes de hacha y tiza sin tregua.

Mañana, tarde y noche.

Salvo los sábados y domingos, para conservar en algo las buenas costumbres; y desde el lunes a primera hora meta piedra y palo contra carros hidrantes, gases, garrotes y cargas de los cosacos de la caballería. Todavía dirigido por su fundador, Clarín llegaría a editorializar con poética cursi en el medio del aquelarre: "La incansable gimnasia de la rebeldía estudiantil volvió ayer a poner pausas de inquietud en el afiebrado quehacer porteño." Textual. El que perpetró semejante esperpento debe haber pedido unos días de licencia para reponerse.

Una de las batallas más formidables la dieron los de la Facultad de Medicina de la UBA, conocida en la jerga como El Kremlin Argentino, dada la hegemonía que en ese centro tenía la Federación Juvenil Comunista, llamada familiarmente Fede por los partidarios y los críticos que motejaban de federastas a los militantes. Con gran sincronización, movimientos masivos calculados y justos, dignos de un Manco Paz cualquiera, primero dejaron desde la mañana sin bolitas de vidrio a todas las librerías del sector y después, bien entrada la tarde, amagaron que iban a salir marchando para el centro por Paraguay, que es angosta, no por la ancha avenida Córdoba. Apalabrados de antemano como corresponde algunos porteros y vecinos, con los guardapolvos blancos desprendidos o revoleados a la salteña, la cabeza con los kamikazes más audaces se desprendió del resto y fue en franco tren de provocación en busca de los caballos que ya nerviosos caracoleaban a la altura de Ayacucho. Para un testigo no alertado fue demencial cómo los encararon a pecho abierto y a piedrazos hasta lograr que se produjera la orden de cargar con todo, y patitas para qué te quiero; de pronto como si entrara en acción Fumanchú o Mandrake, desaparecieron por las puertas cómplices que se abrieron gracias a la pactada solidaridad con esos pocos ciudadanos con conciencia social y política, que no habían olvidado que alguna vez habían sido jóvenes, y el pelotón que venía atrás abrió entonces las cajas de bolitas a granel y sembró toda la calle Paraguay de un asfalto que de pronto se volvió tan rodante como resfaloso. Los de la primera línea se dieron cuenta de la que se venía e intentaron sofrenar con desesperación, tirando de las riendas a dos manos, pero la manada de por lo menos 700 kilos cada ejemplar siguió las leyes de la inercia y las herraduras a patinar sobre el alfombrado de bolitas.

El enjambre de caballos en el suelo, jinetes tratando de zafar como sea para no quedar como cinco de queso con el animal encima, los que lograban recuperar la vertical esquivando las patadas y los manotazos de los animales enardecidos, los que no habían rodado tratando de no topar a sus camaradas, y ahí cuando recibieron con generosidad lo que tenia preparado la retaguardia blanca que se hizo un verdadero picnic a hondazos, cascotazos, palos, hasta piñas, peleas cuerpo a cuerpo y a la voz de ¡Aura! retirada en masa, a meterse en el manto protector de la autonomía universitaria que gozaban los edificios, porque aparecieron los coreanos de la Guardia de Infantería con sus inmensos garrotes largos y esa cara de fábrica de odiar a ultranza a la humanidad en su conjunto.

Fue en general la última gran batalla estudiantil, pero también la exhibición de despedida de lo que podría formular como La Inteligencia y El Ingenio vs. La Fuerza Bruta casi en estado químicamente puros. En los edificios contiguos de Viamonte al 400, frente al convento donde las viejas ventanas enrejadas se habían convertido en verdaderas ermitas reformistas, tanto la escalera de mármol de la sede central de la UBA como la de la Facultad de Filosofía y Letras, dejaban apenas si dos baldosas entre el último escalón y el cordón de la vereda. En las replegadas a todo lo que da, eran improvisadas tribunas para casi sentirse el aliento con los coreanos que venían en el estribo de los transportes especiales, decirse en la cara de uno y otro lado:

-Bolches, hijos de puta: ya los vamos a agarrar afuera y matar a todos.

La réplica no recurría los clásicos de la lengua:

-Sicarios de mierda, por un pedazo de pan duro y un mate cocido cagan a palos al pueblo.

¡La autonomía universitaria! Todos los días el mismo ceremonial, varias veces, que no mucho tiempo después se volvería mueca trágica. La primera vez que la Brigada de Perros mandada por el Bisonte Allende fue largada contra una movilización, en plena calle 7, frente a la Plaza San Martín, donde están el Correo y el Congreso, cundió el terror. La cabeza de la manifestación, generalmente con los más decididos y combativos, huyó despavorida y no hubo manera de reagruparse e intentar defensa. Esa terrible hilera de mastines con los colmillos al aire, babeando y ladrando hasta enronquecer, dejando ver que si les soltaban la soga no iban a tener frenos inhibitorios para hacerse un festín con carne humana, fue suficiente.

También lo fue para buscar la revancha correspondiente. Como sólo la podía lograr la mística y disciplina de los comunistas, una mañana, en el Bosque y alrededores de La Plata no quedó un solo gato suelto. Se los embolsó y partieron con rumbo desconocido. A los secundarios, entre los que se encontraba el autor de este trabajo, se les dio la orden de buscarse una compañerita y agruparse en parejitas como si fueran noviecitos, en Plaza Rocha, en 7 a la altura de 60. Antes de arrancar, los activistas entregaron a cada una de las chicas una cestita con la tapa de mimbre o con mononos repasadores que lucían y olían a nuevos. También las instrucciones precisas.


La geométrica ciudad fundada por el masón Dardo Rocha tiene en la calle 47 los famosos naranjos que en primavera perfuman dulcemente el aire con sus azares. La cabeza se adelantó bastante y encaró como si nada a los uniformados que estaban a la altura de 46; cerrando todo el paso, los perros furiosos forcejeando por venirse al humo y los de la primera línea que entraron a meterles piedras de todos los tamaños y gritar:

-¡Pichicho! ¡Chumba, pichicho! -y con las palmas golpearse los muslos para excitarlos todavía más.

El movimiento también fue sinfónico. Porque cuando los desesperados que venían huyendo con la perrada atrás, a menos de veinte metros, haciendo a la vez de cortina para tapar lo que los esperaba, alcanzó la primera línea de la imprevista cantidad de parejitas que se había formado, fue cuando justo acababan de cruzar 47 y el:

-¡Lárguenlos ahora! -se escuchó clarito, varias cuadras a la redonda.

Nuestras dulces compañeritas abrieron las canastitas, los por lo menos dos centenares de micifuces se espeluzaron en un maullido colectivo que fue atroz; a los remisos que se asustaron hubo que sacarlos del cuero atrás del cogote y revolearlos directamente al ruedo, y los pobres vieron más rápido que pronto que su única salvación podía estar en los naranjos, en la parte más alta de las ramitas más endebles de los míticos naranjos y azahares de la ciudad fundada con regla y escuadra por el hermano Gran Maestro Grado 33 Dardo Rocha, hacia donde encararon en masa como si se los llevara el diablo. Ahora, en todos los animales de dos pies, de uno y otro bando, hubo décimas de helada duda, acerca de si lo cuidadosamente planificado iba a dar resultado, si a las horas y horas de entrenamiento iba a primar la cadena de reflejos condicionados que había descubierto el bueno del ruso Pavlov o sí, al revés -como sucedió-, la naturaleza manda y los mastines se llevaron a la rastra a los custodios perreros desesperados, a tratar de trepar ellos también por los troncos y alcanzar a los pobres gatos que en los más alto posible de los naranjos seguían enarcando el lomo, haciendo ¡pufff!, y con los ojos como el dos de oro.


Fue suficiente. La pateadura en el culo que recibieron los encargados de la noble tarea de adiestrar canes para despedazar semejantes fue de antología. Inolvidable el gesto entre el azoramiento y el horror, entre el deber y el instinto de los uniformados: si soltar la correa y defenderse, o seguir tironeando para que el perro de mierda hiciera lo que se le ordenaba. Porque aparte hubo espacio para tomar carrera como si fueran tiros libres, y fueron cinco, diez, quizá hasta veinte patadones que de la canilla para arriba recibían de pleno, y a rajar por el medio de 47, lo más lejos posible de los naranjos en flor, porque el perro podía volver a recordar al bueno de Pavlov y entonces a despedirse, por lo menos, de un cacho de pierna.

Santo remedio. Cuando todos creímos que en la próxima el Bisonte iba a mandar a los Patas Negras, como ya se le decía a la bonaerense, por lo menos con los leones del zoológico a la cabeza, todo lo contrario, las cosas volvieron a su normalidad: garrotes de quebracho colorado y gases.

No hay como la civilización.