LOS ULTIMOS MOHICANOS NO SE RINDIERON

Un año muy especial aquel de 1958. El mismo día que la plaza de los Dos Congresos y alrededores eran reventados por la manifestación estudiantil más grande la historia argentina en defensa de la escuela de Sarmiento, escondida tras semejante conmoción, el secretario de Guerra tomó una medida mucho más que anecdótica y que pasó totalmente desapercibida. Primero que nada que el personaje en cuestión se trataba del general de división Héctor Solanas Pacheco, que va a tener destacada actuación en cuanta milicada se produjera, decidió por cuenta propia incluir en el registro oficial del repertorio oficial de las bandas uniformadas a la Marcha de la Libertad, de Manuel Gómez Carrillo y Manuel Rodríguez Ocampo, dos magníficos músicos, cuya primera versión había sido grabada clandestinamente antes del bombardero genocida del 16 de junio de 1955 en los sótanos de la iglesia Del Pilar, en Recoleta, a capella, por un coro impecable, en un registro por cierto histórico, acompañados por el golpeteo rítmico en los muebles históricos, una pieza realmente magnífica desde el punto de vista de la composición y la calidad de la interpretación, lo afiatado de las voces, que se convirtió en el reverso de la marchita murguera oficial hasta entonces, oficializada en la versión de Hugo del Carril, y en los sones oficiales de la Libertadura, el himno de los gorilas, justo en el medio de un gobierno enclenque ungido por votos peronistas por la orden del Tirano Prófugo, gracias a un acuerdo secreto celebrado en Caracas.
En La Plata, con todo el fervor hecho trizas, la huelga por tiempo indeterminado disfrazada de estado permanente de asamblea, los últimos que quedaron resistiendo fueron los de la Escuela Industrial de 1 y 58, en la manzana contigua de la cancha de Estudiantes. Por la especialidad elegida y los atuendos para los prácticos se los llamaba, con indisimulable trasfondo clasista y hasta con un poquito de racismo, Los Indios Mameluco. A ellos no les caía muy bien y eran bastante irascibles sobre el particular.
Un día, cuando estaba a punto de amanecer, a uno le pareció escuchar ruidos raros; probó la portátil y no había luz. Fue hasta un ventanuco y de las aberturas del bloque principal se estaban descolgando verdaderos racimos de coreanos.
-¡Esto es un atropello, señores! ¡Están violando la autonomía universitaria!
-¡Aaa-van-zar, maaarrr!
Perdidos por perdidos, mientras allá adentro todos trataban de recoger lo más que podían y se largaban en pata, medio desnudos, por las ventanas que daban a 115, el de la camioneta puso el ya pálido 78 rpm, conectó la salida de disco, y los acordes marciales del gallego Blas Parera, interpretados por la Banda Sinfónica del Ejército Argentino, los paralizó como tocados por un rayo:
Oíd, mortales, el grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Y se cuadraron disciplinadamente, como buenos milicos, ante la canción patria. La imprevista tregua fue lo que permitió la huida en masa de la mayoría, con no pocos porrazos y fuertes pérdidas en material bélico como medias, pulóveres, pavas, mates, galletitas, algunos libros, zapatos izquierdos o derechos, en muchos casos el par directamente, y otros enseres.
Y los libres del mundo responden:
¡al gran pueblo argentino, salud!
Los de la improvisada estación sonora, en la caja del Rastrojero, entre el fresquete del amanecer de octubre y el presentimiento por la que veían que se les iba a venir cuando acabara el himno; porque en la vida todo acaba, inclusive los himnos, y los cagones de turno que nunca nos escasearon le habían rebanado un chorro enorme de versos para no ofender a los chorros, asesinos y sifilíticos que nos había mandado la buena de Isabel la Católica; tan largo y latoso que parecía siempre y en ese momento tan cortito, temblaban como una hoja sin dejar de corear con todo fervor y a toda voz:
Sean eternos los laureles,
que supimos conseguir...
Oíd, mortales, el grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!
Vicente López y Planes, las pelotas: vino la orden y se mandaron como abejas africanas. El que había hecho de discjockey se llevó casi todas las atenciones oficiales del caso. Estaba con una camiseta blanca, de algodón, toda desbocada en las aberturas, en pata y las partes pudendas, para decirlo de alguna manera, cubiertas por unos slip berretas de entonces, a los que se llamaba anatómicos o suspensores, pero que ortodoxamente no eran tales, que también por las lavadas y el uso se habían estirado de tal forma que le dejaba prácticamente todo el aparato genital al aire, cuyo bamboleo marcaba el ritmo de cómo lo cazaron de los pelos y le entraron a dar garrote en las costillas, mientras lo arrastraban para llevárselo en chirona.
Casi cayendo la tarde fue la última movilización de la FULP en ese lugar común que hace llamarla La Ciudad de las Diagonales. Resultó bastante famélica, por cierto, tirando a magra. Una gran pancarta iba a la cabeza y marcaba la tónica:
decía a todo lo ancho, letras blancas ni siquiera cosidas, hilvanadas de apuro sobre el fondo violeta. Ni se tomaron el trabajo de reprimir o intentar dispersar. Los que íbamos en la desparramada columna creíamos tanto en la virulencia de tamaña denuncia histórica como en la existencia de Nahuelito. Los canas, al vernos pasar, todavía tenían cierto recato y se tapaban algo la cara con la mano para cagarse de risa. Las dos partes ya no queríamos más.
Pero la de Los Indios Mameluco quedó desde el primer momento y para siempre como lo que fue: una epopeya. Esencialmente juvenil, sí, hasta quilombera y quimérica, si se quiere, pero una epopeya.
"Siempre el coraje es mejor, / la esperanza nunca es vana", cantó el poeta.
Al comienzo