Laica o Libre

Primavera del 58. En las calles toda la estudiantina argentina. Le estaban por aplicar la primer puñalada trapera a la escuela de Sarmiento bajo la cobertura perversa de la libertad de enseñanza. Lo iban a conseguir. La gran batalla callejera fue la avant premier del vacimiento y el genocidio. Laicismo, verdadera libertad y gratuidad empezaron a ser pasado. Enseñanza privada y privilegiada con subvención estatal. Un repaso de los que no arriaron banderas y de los traidores.

11.5.06

LOS ULTIMOS MOHICANOS NO SE RINDIERON


Hasta Sanguinetti, en el trabajo varias veces citado, reconoce que lo que la revista calificó en el subtítulo de apenas "alborotos estudiantiles" significó realmente que "el contorno popular de Arturo Frondizi se deterioró en pocos días." Alborotos un tanto inflados, en todo tanto. Y donde se omite que 1958 fue un punto de inflexión. El 19 de octubre, en la cancha de Vélez, la Policía asesinaba a Mario Linker y se producía la presentación en sociedad de las que serían las barras bravas y la violencia institucional de Fútbol S.A. para implantar en esa particular y sensible franja el modelo de la entonces llamada economía social de mercado y cuyo pope era el capitán ingeniero (RA) Alvaro Alsogaray. Los encontronazos estudiantiles entre las policías de Córdoba, Salta y Tucumán con las FF.AA. denotaban algo más que la proverbial proclividad argentina para el escándalo y el papelón. En un paralelismo que para muchos resulte fútil, ocasional o de menor monta, los ultramontanos liberales con Alberto J. Armando, Antonio V. Liberti y Valentín Suárez a la cabeza inventaron una industrialización del fútbol como espectáculo con subvención oficial a todo trance, sin pagar siquiera el agua para regar los césped de las canchas. El privatismo liberal en la enseñanza sigue siendo con los sueldos de los docentes a cargo del Tesoro nacional, gracias a lo cual cualquier aventurero ganapán se lanza a la arena de las tecnicaturas en cualquier cosa y universidades con cualquier pretexto y orígenes tan cristalinos como el agua del Riachuelo. ¿En que diccionario figura esta versión del privatismo para las ganancias a los bolsillos de muy pocos y la capitalización y riesgo a cargo de todos?

Un año muy especial aquel de 1958. El mismo día que la plaza de los Dos Congresos y alrededores eran reventados por la manifestación estudiantil más grande la historia argentina en defensa de la escuela de Sarmiento, escondida tras semejante conmoción, el secretario de Guerra tomó una medida mucho más que anecdótica y que pasó totalmente desapercibida. Primero que nada que el personaje en cuestión se trataba del general de división Héctor Solanas Pacheco, que va a tener destacada actuación en cuanta milicada se produjera, decidió por cuenta propia incluir en el registro oficial del repertorio oficial de las bandas uniformadas a la Marcha de la Libertad, de Manuel Gómez Carrillo y Manuel Rodríguez Ocampo, dos magníficos músicos, cuya primera versión había sido grabada clandestinamente antes del bombardero genocida del 16 de junio de 1955 en los sótanos de la iglesia Del Pilar, en Recoleta, a capella, por un coro impecable, en un registro por cierto histórico, acompañados por el golpeteo rítmico en los muebles históricos, una pieza realmente magnífica desde el punto de vista de la composición y la calidad de la interpretación, lo afiatado de las voces, que se convirtió en el reverso de la marchita murguera oficial hasta entonces, oficializada en la versión de Hugo del Carril, y en los sones oficiales de la Libertadura, el himno de los gorilas, justo en el medio de un gobierno enclenque ungido por votos peronistas por la orden del Tirano Prófugo, gracias a un acuerdo secreto celebrado en Caracas.

Y otro broche que no se puede dejar de lado es que el 23 de setiembre, la Cámara baja aprobaba un parche, fruto de la inspiración de otro desertor cordobés, Horacio Domingorena, que al año siguiente se convertiría en ley y que rige hasta hoy.

En La Plata, con todo el fervor hecho trizas, la huelga por tiempo indeterminado disfrazada de estado permanente de asamblea, los últimos que quedaron resistiendo fueron los de la Escuela Industrial de 1 y 58, en la manzana contigua de la cancha de Estudiantes. Por la especialidad elegida y los atuendos para los prácticos se los llamaba, con indisimulable trasfondo clasista y hasta con un poquito de racismo, Los Indios Mameluco. A ellos no les caía muy bien y eran bastante irascibles sobre el particular.
El edificio ocupaba una manzana y tenía dos pisos. Se trataba de dos bloques rectangulares, de 58 a 59, separados por un amplio y embaldosado espacio libre, mezcla de patio para recreo y playa de estacionamiento, cerrados por dos grandes portones de hierro. De construcción antigua, las ventanas tenían unas altas y hermosas persianas también metálicas. Por la vocación y los conocimientos, lo habían transformado en una fortaleza.
Grandes carteles con calaveras advertían el peligro mortal: todo estaba conectado a los 220 voltios directos de la línea normal. Con una población absolutamente masculina, ya comenzado octubre, aparte del apoyo orgánico de la FULP, habían logrado conquistarse no pocas espontáneas y gastronómicas adhesiones femeninas, a las que atendían desconectando las ventanas y subiendo con sogas las vituallas, intercambiando besos, cartitas y todo tipo de saludos, citas para cuando terminara todo y tomarse el desquite por tanta indeseada concentración. Además, eran los únicos que estaban sonorizados porque en un Rastrojero gasolero de los que fabricaban en Córdoba habían montado un equipo transmisor portátil que era el que prestaba fundamental apoyo en las movilizaciones masivas, y estacionado en el playón servía para pasar consignas y música.
Sin tantas comodidades, pero por el tiempo que llevaban y la invulnerabilidad del lugar, lo habían convertido prácticamente en un hotel y un polideportivo con solario incluido. No faltaba mucho para que tuvieran que ir pensando en un natatorio en una época en que todavía no habían llegado las piletas de lona. El bloque principal, que daba sobre calle1, en la noche quedaba desierto. Los estrategas calculaban que cualquier intento de copamiento iba a venir por ahí, nada menos que a cuatro cuadras escasas del Departamento Central de Policía y el Cuartel de Bomberos. Así que a la noche dormían y se acostaban en el bloque que daba al contrafrente, sobre 115, con toda la munición y artillería a mano, porque los reconquistadores iban a tener que cruzar a cielo descubierto por el patio que era casi una calle y ellos tenían el segundo piso para obsequiarles de todo. Como en épocas de la conquista y enseñaron los incas, el que tenía las alturas tenía el dominio y la victoria militar de su lado.

Un día, cuando estaba a punto de amanecer, a uno le pareció escuchar ruidos raros; probó la portátil y no había luz. Fue hasta un ventanuco y de las aberturas del bloque principal se estaban descolgando verdaderos racimos de coreanos.

-¡La caaana! -fue la alarma.

Habían cortado la energía en todo el sector y la rutina había hecho que prácticamente todos durmieran en ropa interior; incluso algunos ¡hasta con piyama! A oscuras, por tener herméticamente cerradas las persianas que habían estado electrificadas, tratando de encontrar a tientas los fósforos, llevándose todo por delante. Fue un verdadero caos.

Los coreanos se formaron en ese patio/calle intermedio, en línea, listos para recibir la orden y proceder al asalto final. Los encargados del equipo de transmisión corajearon, se largaron por una ventana con lo que tenían puesto, lo conectaron a las baterías de 12 voltios en serie y le dieron toda la potencia a los dos altoparlantes:

-¡Esto es un atropello, señores! ¡Están violando la autonomía universitaria!
La respuesta fue tan clarita como el acatamiento:

-¡Aaa-van-zar, maaarrr!

Perdidos por perdidos, mientras allá adentro todos trataban de recoger lo más que podían y se largaban en pata, medio desnudos, por las ventanas que daban a 115, el de la camioneta puso el ya pálido 78 rpm, conectó la salida de disco, y los acordes marciales del gallego Blas Parera, interpretados por la Banda Sinfónica del Ejército Argentino, los paralizó como tocados por un rayo:

Oíd, mortales, el grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Y se cuadraron disciplinadamente, como buenos milicos, ante la canción patria. La imprevista tregua fue lo que permitió la huida en masa de la mayoría, con no pocos porrazos y fuertes pérdidas en material bélico como medias, pulóveres, pavas, mates, galletitas, algunos libros, zapatos izquierdos o derechos, en muchos casos el par directamente, y otros enseres.

Y los libres del mundo responden:
¡al gran pueblo argentino, salud!

Los de la improvisada estación sonora, en la caja del Rastrojero, entre el fresquete del amanecer de octubre y el presentimiento por la que veían que se les iba a venir cuando acabara el himno; porque en la vida todo acaba, inclusive los himnos, y los cagones de turno que nunca nos escasearon le habían rebanado un chorro enorme de versos para no ofender a los chorros, asesinos y sifilíticos que nos había mandado la buena de Isabel la Católica; tan largo y latoso que parecía siempre y en ese momento tan cortito, temblaban como una hoja sin dejar de corear con todo fervor y a toda voz:

Sean eternos los laureles,
que supimos conseguir...

Mierda, se terminaba nomás. Ya era el coro del final. Y los coreanos que empezaron instintivamente a hacer movimientos cortitos ya desde el primer o juremos con gloria morir. Ni alcanzaron a terminar la tercera reiteración que ya se mandaban, cuando los que habían tomado a su cargo ponerle banda sonora al improvisado acto patrio, con una rayada de púa que hizo estrilar las dentaduras, lo pusieron de vuelta como recurso desesperado:

Oíd, mortales, el grito sagrado:
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!

Vicente López y Planes, las pelotas: vino la orden y se mandaron como abejas africanas. El que había hecho de discjockey se llevó casi todas las atenciones oficiales del caso. Estaba con una camiseta blanca, de algodón, toda desbocada en las aberturas, en pata y las partes pudendas, para decirlo de alguna manera, cubiertas por unos slip berretas de entonces, a los que se llamaba anatómicos o suspensores, pero que ortodoxamente no eran tales, que también por las lavadas y el uso se habían estirado de tal forma que le dejaba prácticamente todo el aparato genital al aire, cuyo bamboleo marcaba el ritmo de cómo lo cazaron de los pelos y le entraron a dar garrote en las costillas, mientras lo arrastraban para llevárselo en chirona.

Casi cayendo la tarde fue la última movilización de la FULP en ese lugar común que hace llamarla La Ciudad de las Diagonales. Resultó bastante famélica, por cierto, tirando a magra. Una gran pancarta iba a la cabeza y marcaba la tónica:

LA POLICIA NO RESPETA EL HIMNO

decía a todo lo ancho, letras blancas ni siquiera cosidas, hilvanadas de apuro sobre el fondo violeta. Ni se tomaron el trabajo de reprimir o intentar dispersar. Los que íbamos en la desparramada columna creíamos tanto en la virulencia de tamaña denuncia histórica como en la existencia de Nahuelito. Los canas, al vernos pasar, todavía tenían cierto recato y se tapaban algo la cara con la mano para cagarse de risa. Las dos partes ya no queríamos más.

Pero la de Los Indios Mameluco quedó desde el primer momento y para siempre como lo que fue: una epopeya. Esencialmente juvenil, sí, hasta quilombera y quimérica, si se quiere, pero una epopeya.

"Siempre el coraje es mejor, / la esperanza nunca es vana", cantó el poeta.